Carta desde la estepa
10 de septiembre de 2018
Ya tenía ganas de sentarme un rato para escribirte. Esto de viajar en moto acampando por mitad de Mongolia será muy aventurero pero así no hay quien se comunique con vosotros. Mamá lo tiene que estar pasando fatal, dile que estoy bien y feliz. Sé que lo único que le da un poco más de paz es saber que viajo con Gonzalo, ¡me la imagino contándole a las vecinas que por fin tengo novio! Si te soy sincera, estoy gozando de no tener cobertura, me recuerda a mis primeros viajes cuando iba por el mundo sin teléfono y tenía que ir a los cibers a escribiros mensajes.
Desde que nos adentramos en el centro de Mongolia vamos pasando por tierra de nadie. Bueno, tierra de nómadas, de vez en cuando vemos alguna yurta a lo lejos. Pasamos al lado de rebaños, camellos y yaks sobre todo, pero nunca vemos a nadie.
El otro día íbamos por una carretera de esas que atraviesan kilómetros y kilómetros sin vida y pinchamos una rueda. Al principio estaba tranquila porque en Madrid habíamos guardado una espuma para arreglar pinchazos. Lo enchufas como si fuese el aire para llenar la cámara de la rueda pero lo que hace es meter una especie de espuma que se queda rígida y te permite hacer unos cuantos kilómetros para llegar a cambiar la rueda. En teoría, porque nosotros solo hicimos unos metros con eso ¡No se lo cuentes a papá! que cuando me vio meterlo en el equipaje lo miró con desconfianza. En fin, sabe más el diablo por viejo que por diablo.
El caso es que cuando la espuma falló sí que entré un poco en pánico. En ese momento el silencio de la estepa se me hizo denso, pesado, como si el aire se hubiera hecho sólido y se me hubiese caído encima. En ese silencio, antes de verla, pude escuchar el zumbido de una moto que se acercaba. Aunque supongo que con mi miopía eso no es mucho decir, jajaja.
El caso es que ahí aparecieron nuestros enviados divinos, un matrimonio de nómadas. Dos descendientes de Genghis Khan. Te lo juro, parecían sacados de un libro de historia, tal cuál las ilustraciones de los invasores ‘bárbaros’ de los libros de secundaria.
Cuando pararon les explicamos lo que nos había pasado -ya sabes, nosotros les contábamos en castellano, ellos contestaban en mongol y todos nos entendimos perfectamente, ¡siempre me sorprende esa comunicación humana!-. Y aquí vino el momento en que casi me muero de risa: va el hombre y se mete la mano como por dentro de la bata nómada, y yo me creo que va a sacar un teléfono (¿qué otra cosa se puede llevar dentro de una chaqueta?) pues va él y saca… ¡un hinchador de ruedas! Miré a Gonzalo para corroborar que habíamos presenciado lo mismo, vi sus ojos a punto de salirse de las órbitas.
Desde ese momento todo fue como una danza: marido y mujer en perfecta compenetración cambiándonos la cámara de la rueda con una soltura digna de admirar.
Cuando terminaron no podíamos estar más agradecidos ¿Qué hubiéramos hecho si no aparece ese matrimonio? ¿Andar 40 kilómetros empujando la moto? Menos mal que no nos tocó descubrirlo. Estábamos tan agradecidos que les dimos la comida que acabábamos de comprar, toda la fruta (tan cara y difícil de conseguir en Mongolia) y los muesli de frutos rojos, el lujo que nos habíamos consentido para el desayuno.
Ya sabes, cuéntale todo a mamá pero edulcorado, como si Mongolia tuviese una autopista super concurrida y esto no hubiera sido momentáneamente un drama.
Te quiero. Te escribo pronto. Mil besos, abrazos y achuchones.
-
Los 5 imprescindibles qué ver en Sintra
-
Cómo tener internet en EEUU
-
6 opciones tener internet para viajar al extranjero