Me siento a esperar a Gonzalo, el que va a ser mi instructor de buceo hoy. ‘‘Cómo no venga voy a vomitar el desayuno’’ pienso.
Anoche no pude dormir bien, tuve sueños extraños que no lograba recordar y había dado mil vueltas en la cama. Quería culpar al calor pegajoso, pero sabía que no había sido eso.
Cuando hice mi primer curso de buceo, hacía ya 4 años, tuve un instructor tan guapo que era incapaz de escucharle y cuando nos íbamos a meter al agua me daba cuenta de que había estado absorta y no tenía ni idea de qué íbamos a hacer. Así es que mientras esperaba a Gonzalo recé porque fuese feo.
Estoy en Koh Tao, uno de los destinos más famosos del mundo para bucear por la calidad de sus aguas y los bajos precios, lo que ha hecho aparecer más escuelas de buceo que gente en hora punta en el metro. Los mochileros han hecho suya la isla que ha visto crecer bares, restaurantes y estudios de tatuajes.
Como han pasado años desde la última vez que bucee, tengo que hacer un curso de refresh. Una clase corta para recordar los pasos básicos de seguridad.
Miro a mi alrededor, intentando tranquilizarme. La escuela está situada en una calle principal cerca de la playa, haciendo esquina, con más terraza que espacio en el interior y con muebles desgastados por la humedad y la sal. A cualquier hora del día se ve gente charlando, riendo, saludando.
Escucho una moto que frena. Los laterales están rotos y huele a plástico quemado, un chico alto se baja de ella.
—Mira, ya está aquí Gonzalo —escucho que me dice la recepcionista por detrás.
‘’Que sea feo, que sea feo’’ rezo al dios que quiera escucharme.
Saludo intentando mantener la calma, pero en mi interior se ha desatado una lucha de pensamientos. No es guapo, me digo a mi misma. Sí, sí que es guapo. No, no lo es. Sí. No. Ay dios mío, ¿por qué me pasa esto? ¿Por qué los instructores de buceo tienen que ser tan sexis?
Decidí que no me gustaba, necesitaba seguir las explicaciones. Ayudó, además, que una chica que no conocía iba a hacer también la clase. Así no estaría sola.
Fuimos a un bar situado frente a la escuela a dar la parte teórica del repaso. Por suerte fui capaz de escucharle y hasta de responder alguna de las preguntas que hizo. Esta clase era previa a las dos inmersiones que íbamos a hacer. Cuando terminamos el recordatorio de algunas nociones básicas de buceo (como hacer para que no te revienten los pulmones o los tímpanos) nos dirigimos al barco.
El barco estaba capitaneado por unos birmanos sonrientes que no hablaban ni una palabra de inglés, pero que tenían preparado todo el equipo para las inmersiones. No éramos el único grupo que iba a bordo para bucear, otros tantos instructores y alumnos divididos en pequeños grupos de unas 3 personas se preparaban como nosotros. No pude evitar hacer un repaso pormenorizado de todos los instructores a bordo. No fuese a estar ahí el hombre de mi vida y yo mirando el horizonte.
Mientras estábamos a bordo me surgió una duda urgente. Estaba en mi último día de regla y llevaba la copa menstrual puesta, ¿podía bucear con ella o el aire se comprimiría y la copa lucharía por salir durante toda la inmersión? Si en algún momento le puse ojitos tiernos a Gonzalo, sabía que la duda rompería cualquier hechizo. Pero, ¿qué más daba? Había decidido que no me gustaba. Le llamé para preguntarle. Se acercó con el neopreno por la cintura, le tenía a unos 30 centímetros y noté como me subían los calores y los colores a las mejillas. El momento de vergüenza no me sirvió de nada porque él lo sabía menos que yo. Por suerte una instructora que iba a bordo me resolvió la duda, no pasaba nada por bucear con la copa.
A un aviso de Gonzalo, la otra chica y yo nos empezamos a poner el neopreno y a preparar nuestro equipo, cuando el barco se fue deteniendo los tres estábamos listos para saltar al agua. Me dolía el pecho de los golpes que daba mi corazón intentando salir despavorido. En los pocos pasos que me separaban de saltar al agua preferí no pensar en nada, fui como un autómata hasta el borde del barco, miré, ya era tarde para echarse atrás. Salté.
Nada más saltar terminé de inflar mi chaleco y en cuestión de segundos era como una botella de plástico a la deriva. Me acerqué a Gonzalo, que con las últimas aclaraciones nos indicó que empezábamos a descender. Empezamos a deshinchar nuestros chalecos poco a poco, calibrando los oídos para que no duelan por la presión. La falta de costumbre hizo que necesitase ir bastante lenta en el descenso para que no me doliesen. Cuando por fin pude dejar de pensar en los oídos, volví a sentir lo que me llevo en primer lugar a bucear: la sensación de estar en otro planeta.
Siempre he dicho que el buceo es lo más cerca que voy a estar de viajar por el universo. La falta de gravedad, la visión alterada, el sonido de tu propia respiración como banda sonora. En ese momento no entendía cómo había tardado tanto en volver a bucear, me juré que no volvería a pasar.
Hicimos algunos ejercicios de repaso que Gonzalo nos había explicado en la superficie y después fuimos en busca de fauna y flora marina. La primera inmersión duró unos 40 minutos que se me antojaron como si hubieran sido 5.
Volvimos al barco a cambiar las botellas de aire por unas nuevas, descansar, tomar un té y unas galletas, y movernos hacia otro punto de inmersión. Mientras, Gonzalo, nos fue hablando del sitio al que íbamos.
Cuando regresamos a puerto ya tenía ganas de más inmersiones. Volvimos a la escuela y en un rato de charla con Gonzalo me convenció para hacer el curso avanzado de buceo. Así fue como seguí viéndole durante varios días más en los que intercambiamos varias charlas y nuestros contactos de Facebook. Una semana después me fui de la isla, mi viaje continuaba hacia otra parte de Tailandia.
Meses más tarde, cuando mi aventura por Koh Tao parecía algo de otra vida, recibí un mensaje. Era Gonzalo. Tenía una propuesta.
Buceo en Koh Tao
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