La primera vez que visité el Delta del Paraná me pareció imposible estar a escasas horas de Buenos Aires. Había tomado una lancha en Tigre y dos horas y media después me había bajado en un muelle en lo que me pareció el medio de la jungla.
El delta se divide en sectores y Jana, mi suegra, se había comprado un terreno en el sector 2. El sector 1 es una sucesión más o menos constante de casas con jardín, y sus respectivos muelles, que dan al río o a los canales. Como si fuese una urbanización gigante que en lugar de carreteras tiene ríos y en lugar de coches lanchas. Una vez atraviesas el río Paraná la cosa cambia. Las casas empiezan a dispersarse, una por aquí, otra allá a lo lejos, dejan de verse lanchas y el bosque empieza a hacerse más espeso, como un muro de vegetación que no deja ver que hay más allá de la orilla, solo despejado alrededor de las pocas construcciones que hay.
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‘El ranchito’ es como llama Jana a la casita que le deja un vecino mientras ella se construye la suya. El ranchito es un parcheado de cemento, chapa y madera que da la impresión de haberse hecho a trozos con lo que se tenía a mano. Y probablemente así fue. Los suelos son irregulares y la mitad de la casa está inclinada de forma que si posas una pelota en el suelo rodará sin remedio hasta el fondo de la construcción. El suelo cruje a cada paso y, entre eso y la inclinación, la primera vez que entré me pregunté si la casa aguantaría o se derrumbaría en cualquier momento. No ayudó a mi confianza ver cómo las termitas habían dado cuenta de varias paredes. Ni la ventilación involuntaria en las juntas. Ni los murciélagos que viven en el tejado y a los que se escucha rascar la pared por las noches. Pero de alguna manera sigue en pie y nosotros la usamos con gusto.
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Nunca había visto nada semejante y me despertó la emoción de las ‘primeras veces’. Además, su aparición, constaba un hecho: en el delta todo va en barca. Desde el muelle Gonzalo pide unos chorizos para asar esa noche en el fuego. No quedan. En su lugar compramos unas milanesas, medio kilo de pan, plátanos, lejía, cacao en polvo y varios bidones de agua. Es un pequeño supermercado flotante con todo lo que puedes necesitar en el día a día. La lancha es igual que las barcas de transporte público que se mueven por el delta, alargada, de madera, con aspecto antiguo, y eso hace que me pregunte si la lancha policía o la lancha ambulancia son también así. Quiero pensar que la ambulancia es más moderna y rápida, aunque espero no tener que constatarlo nunca, sobre todo porque desde donde estamos ni siquiera tenemos señal en el teléfono.
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Esa hamaca entre los árboles es mi lugar favorito del delta. Cierro los ojos y noto el vaivén, me adormece. Dice Gonzalo que la compraron en Brasil en un viaje en familia cuando eran pequeños. Con los ojos cerrados y el mecer me concentro en los pájaros. Esto es el paraíso de cualquier ornitólogo. Soy incapaz de reconocer ningún canto, pero donde enfoco mis esfuerzos no es en eso, sino en ser capaz de escuchar todos los distintos tipos de canto que se dan al mismo tiempo. Creo reconocer que hay 6 tipos de pájaro diferentes cantando a la vez, varios mosquitos zumbando en mis oídos, una mosca, algún pez ha salido del agua momentáneamente, las hojas de los árboles bailando al ritmo del viento, creo escuchar también lo que parecen unos grillos y el murmullo constante que es el fondo de la banda sonora de un bosque que no duerme. Me pregunto cuántos otros sonidos grita el bosque al mismo tiempo y yo no escucho.
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Se levanta a las 6 de la mañana para pasear a su gato. Se llama Reinaldo, él, no el gato. Es paraguayo y no sé cuanto tiempo lleva viviendo aquí, pero es la persona que conozco que más sabe del delta. Trabaja para los vecinos, desde mi punto de vista, en un estado que casi se podría considerar esclavitud. En sus ratos libres, los domingos, ha empezado a trabajar para Jana y para otro vecino. Antes vivía aquí, en la casa que le prestan sus jefes, con su mujer y sus dos hijos, pero hace un tiempo que ellos se volvieron a Paraguay. Se pasa la mayor parte de los días solo, con su gato y el trabajo. Podría haberse vuelto un huraño, pero nada de eso, siempre está dispuesto a una sonrisa o a enseñarte dónde están las naranjas más dulces de los alrededores.
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En el delta nunca sabes cuando se va a ir la luz. En los últimos cuatro días se ha ido tres veces la luz y lo peor es que nunca se sabe cuando va a volver. El día que llegamos, Reinaldo nos dijo que estaríamos sin luz 5 días. Resultó ser una broma, pero el caso es que nadie se sorprendió cuando nos dio la falsa noticia. Cada día encendemos el motor que llena el depósito de agua para que siempre este lleno, así en caso de quedarnos sin luz al menos no nos quedamos sin agua del grifo. Tampoco sabes cuando va a subir tanto el agua del río que se va a inundar el jardín. Y, además, no le preocupa a nadie.
Porque ni mosquitos, ni la luz, ni el agua consiguen alterar la única constante de este rincón del mundo: la calma.